Poco antes de su muerte, Marcuse decidió
reflexionar en una suerte de inequívoca despedida, sobre la dimensión
estética. Su tesis es clara y contundente: el arte alienta la empresa de
una nueva realidad para el hombre. Desde la constatación de que, en
lugar de remitir el pasado, los símbolos pueden servir de modelo para
las sociedades industrializadas; el autor, precedió a reinterpretar las
mitologías clásicas desde el presente:
Prometeo se rebela contra los
dioses y representa el dominio de la naturaleza, la instauración del
logos; Pandora niega el cosmos prometeico y se abre a la sexualidad, al
placer, mereciendo por ello la maldición; Orfeo y Narciso significan la
negación total, el encubrimiento de las pulsiones sojuzgadas, la
aspiración a un nuevo principio de la realidad centrado en Eros.
La
creación estética, por su parte, pasa a detener el protagonismo en la
oposición frente a la razón dominante, puesto que representa un orden
distinto. Lo que hace que el arte el “heraldo de una verdad universal” a
través de su expresión de la universalidad del amor y el dolor de los
hombres particulares. Una “totalidad armónica” que, como tal, nunca es
alcanzada por el hombre, por mucho que exprese los más profundo de sus
anhelos.
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